Durante la pandemia, recibí un mensaje urgente del hermano de una antigua compañera, hospitalizada en Madrid, pidiendo que mandásemos agua porque no había en el hospital.
Recordemos que por entonces las condiciones en los hospitales eran críticas: pacientes inmovilizados, personal desbordado y medicación causando sed extrema. Así que sin pensarlo mucho, decidimos enviar cuatro palés de agua y compartirlo en nuestras redes sociales explicando lo que nos había pasado y ofreciéndonos a ayudar a cualquier otra persona que se encontrase en la misma situación.
En cuestión de días, empezamos a entregar palés a innumerables centros y hospitales. El agua mineral se había convertido en un bien esencial, especialmente para los pacientes más graves y mayores, y nuestra infraestructura no estaba preparada para soportar la demanda.
Después de donar 70,000 botellas en la primera semana y planear 100,000 más para la siguiente, nos dimos cuenta de que no podíamos continuar sin llevar a la empresa a la quiebra. Así que lanzamos un crowdfunding y en seis semanas recaudamos 200,000 euros, cambiamos el diseño de la botella para usar menos plástico, y reestructuramos nuestra logística.
Donamos 1,3 millones de botellas a más de cien hospitales y residencias de ancianos por toda España en cuestión de semanas. Algo para lo que ni Auara ni yo estábamos preparados.
Mi punto de inflexión como emprendedor
Las seis semanas de trabajo intenso me llevaron a un desgaste físico y mental extremo. Hubo días en los que hice más de 100 llamadas y apenas me quitaba el pijama. Mi rutina diaria consistía en despertarme, sentarme frente al ordenador y trabajar hasta altas horas de la noche, sin tiempo para ducharme ni comer adecuadamente. La presión y el estrés constantes comenzaron a pasar factura, aunque la adrenalina me mantenía en movimiento.
Hasta que un día me rompí. La carga mental me llevó a sufrir una depresión de gran calibre.
Una de las cosas que nunca había hecho bien hasta entonces era delegar. Mi mentalidad obsesiva me obligaba a estar encima de todo constantemente, pero en ese momento simplemente no podía más. Así que escribí al equipo para decirles que necesitaba desaparecer un tiempo.
Pasé dos meses sin poder levantarme de la cama. Me levantaba para ir al baño y comer algo, pero no podía hacer vida normal. Era como si se me hubiera acabado la pila.
No sabía qué me pasaba ni por qué me sentía así, y esa incapacidad de comprender mi situación me generaba una gran impotencia. Necesitaba racionalizar todo, pero no podía. Me sentía culpable, sentía que había abandonado al equipo en el peor momento, que la empresa se hundía, y que yo estaba ahí, sin poder hacer nada. Me culpaba por el potencial fracaso de la empresa, por los puestos de trabajo que había en riesgo, por la gente a la que no podíamos ayudar y por frustrar nuestro propósito e impacto social.
En un punto decidí pedir ayuda y acudí a mi madre. Ella me recomendó un psiquiatra que inmediatamente me puso bajo medicación, algo que, junto con el hecho de ir a terapia, fue bastante humillante de aceptar al principio. Pero superar eso fue el principio de mi recuperación.
Descubrí que tenía un problema de salud mental, y que para volver a encontrarme bien tenía que dejar de tratarlo como un tema el tabú y aprender sobre mí mismo y mis relaciones. Lo que no me esperaba es que este proceso también me iba a permitir reconstruirme, empatizar más con los demás y recibir el apoyo necesario en momentos clave.
Lo que nunca pensé que aprendería como emprendedor
El aprender a quererme me descubrió una cara de mi personalidad como emprendedor que no me gustaba. Me descubrí siendo soberbio y codicioso.
La soberbia venía de una percepción deformada del ego, de querer ser perfecto y no aceptar nada menos que la excelencia. Esta mentalidad totalmente autoimpuesta era inasumible y destructiva. Como muchos de los que decidimos emprender, me creía responsable de arreglar el mundo, y esa era una carga que me llevaba a la autodestrucción.
Durante este proceso entendí que no soy más que un pequeño peón en el mundo, limitado y con muchos defectos, y que debía aceptarme y quererme como soy.
La codicia, por otro lado, no sólo se trataba de querer más dinero, sino de una insatisfacción continua con cualquier cosa, incluso con logros positivos. Nunca nada era suficiente; siempre quería más, ya fueran clientes, proyectos, o éxitos. Esto me impedía disfrutar del camino y celebrar los logros, siempre pensando en lo siguiente.
Todo estaba conectado: la codicia estaba profundamente ligada a la soberbia, ya que me autoimponía un estándar irreal de perfección.
El empezar a ir a terapia no solo me ayudó a sanar, sino que también me enseñó a tratarme con más compasión y a no cargarme de culpas innecesarias. Aprendí a aceptar que necesitar ayuda no era un signo de debilidad, sino un paso crucial para mejorar mi salud mental y mi trayectoria como emprendedor.
No le quites importancia a tu salud mental y a cuidarte
A través de este proceso, he aprendido a identificar las señales de alerta que me indican cuando estoy yendo por mal camino. En mi caso, dormir mal, la introspección excesiva y el aislamiento social son indicativos de que necesito hacer un cambio. Si no lo hago, vuelvo al bucle del que tanto he luchado por salir y que tantas veces me ha demostrado que no trae buenos resultados.
Mi mujer es un gran apoyo en esto. Me llama la atención cuando estoy callado o retraído, y me anima a hacer deporte o ver a mis amigos. Al final, cada uno tiene que encontrar a su persona y sus herramientas.
Las mías incluyen:
- Una vida espiritual, que me da perspectiva y me saca de la mundanidad y el estrés.
- Deporte, fundamental para liberar el estrés.
- Mantener hábitos como desconectar del móvil por la noche y leer libros antes de dormir para desconectar de mis problemas.
Sin ellas, no puedo dar lo mejor de mi, ni en mi vida profesional ni en la personal.
Por eso, si estás emprendiendo o quieres empezar, te invito a que encuetres tus herramientas y que las apliques desde el principio. No esperes, como hice yo, a no poder levantarte de la cama.
La vida es una constante conversión
El camino hacia el autoconocimiento y la aceptación personal es continuo. La vida es una constante conversión, una lucha diaria por ser una mejor versión de uno mismo.
En mi caso, entender y aceptar mis propios desafíos es lo que me ha permitido vivir una vida más sana y equilibrada como fundador.
Por eso, cuando me preguntan que le diría a mi yo más joven sabiendo lo que sé ahora, no le diría nada. Como todo en la vida, y más en el mundo emprendedor, las lecciones más importantes se aprenden viviendo y equivocándose. Cada error ha sido una oportunidad de crecimiento y aprendizaje, y evitar estos errores sería prescindir de valiosas enseñanzas que ahora llevo conmigo en el día a día de mi nuevo proyecto: Liux.